Un camino de hormigas,
el papel plateado, una caja de botones, callecitas de la infancia. Entre una y
otra tormenta de verano visitábamos a los tíos que vivían en el campo. Ella
hacía galletas de miel, él criaba las abejas. Se metía en un traje de
astronauta y exploraba las colmenas. A veces, sin traje, abría una y extraía un
puñado de abejas rubias que recorrían sus dedos amorosamente, mientras
nosotros, desde lejos, temblábamos de espanto.
Teníamos vecinos misteriosos y otros,
alegres y diáfanos. Tras la medianera vivía el médico del pueblo. Una vez por
mes, el fantasma de una prima venía a visitarlo; se sentaba a los pies de su
cama y le contaba de la otra vida. Nos dábamos cuenta porque ese día los
pacientes esperaban en vano, y veíamos por las ventanas el resplandor de las
velas, encendidas en los rincones. Otro vendía canarios. Tenía el pelo vaporoso
y rojizo como el plumaje de los canarios de raza. Los criaba en un jaulón tan
grande como una ciudad de pájaros, con fuentes y parques, plazas y escondites.
Y los alimentaba con extrañas sustancias, granos de color intenso y polvos
secretos para afirmar la ilusión. Ni muy cerca ni muy lejos, había una isla. Ni
tan cerca ni tan lejos, el río, que ya no está, se abría en canales de riego.
El agua devenía en árboles, los árboles en zorzales y jilgueros.
Los tíos más lejanos llegaban en
tren. La estación era larga y la campana brillaba como bañada en azúcar
cristal. El aire de la espera movía mi pelo y el banco de madera crujía,
mientras mi hermano y yo columpiábamos los pies. Mi madre, mientras tanto, leía
en la pequeña pizarra cuántos minutos habría de retraso, cuánto faltaba para
que el tren resoplara por última vez y comenzaran a bajar los pasajeros.
Nosotros nos empinábamos para divisar el sombrero del tío y el pañuelo de seda
que mi tía usaba para saludar. Tal vez escribir sea repetir ese gesto,
empinarse para ver también donde ven los otros, más allá de la medianera, por
lo menos hasta los ojos de la gente, hasta la altura del ala del sombrero, en
el límite del sol y la sombra; ese espacio donde la vida sucede a media
voz.
María Cristina Ramos